Dormir despierta, Elisabeth Molina
PRIMERA PARTE
1
Ella andaba con pena en la oscuridad. La gente por todos lados iba a paso de tortuga, en el mismo ritmo, como autómatas. Cuando vio a su madre al lado suyo, le agarró el brazo para preguntarle adónde iban. La frialdad de ésta le hizo entender que algo grave había ocurrido. La chica no se atrevió a mirar por encima de los hombros de los que le tapaba la vista, sintiendo que el peligro la acechaba. La tensión iba aumentando, su corazón latía ruidosamente. Luego una fuerza incontrolable la sumergió y se vio obligada a levantar la cabeza y a estar de puntillas. Fue entonces cuando vio a unos metros delante de ella, un coche fúnebre…
¡¡¡¡ Aaaaaaahhh !!!!
Aurora se despertó en sudor. Su grito alertó en seguida a su madre.
- No pasa nada cielo.
Abrazó a su niña.
- ¿Hiciste otra vez una pesadilla ?
- Sí.
- Se acabó, mi amor. Estoy ahora aquí. Espérame, vuelvo en seguida.
Hacía varias noches que Aurora no podía conciliar el sueño. Los malos recuerdos resurgían. Aquel mes de agosto anunciaba la llegade del frío y la venida de la niebla, en el espíritu de la niña.
- Toma mi amorcito.
Su madre le dio dos tabletas. La jovencita volvió a dormir olvidando lo que había ocurrido.
Aquella mañana, las nubes recubrían el pueblo en una oscuridad casi total. A Aurora no le preocupaba el tiempo que hacía fuera pues salía rara vez. El mundo del exterior era horroroso. Durante las compras con su madre, los caras de gente con que se cruzaba se transformaban en caras disformes y diabólicas. En cuanto salía, el Mal le parecía tan cerca qua acababa por regresar. Sin embargo, dentro de su casa, los demonios podían también entrar.
En su jardín, Aurora contemplaba las nubes. Le gustaba la lluvia pero odiaba el trueno que hacía estallar los fusibles. No soportaba encontrarse en la oscuridad donde creía percibir figuras en cada esquina de la casa. Perdida en sus pensamientos, la voz de la vecina la sobresaltó :
- Buenos días Aurora.
- Buenos días señora Combes.
- ¡ Con este mal tiempo tuve ganas de cocinar un buen pastel de chocolate ! ¿Te apetece un trozo ?
- Sí … vaciló. Pero mi mamá no quiere que salga de casa sin su permiso.
- Será nuestro secretito.
- ¡ De acuerdo !
- No te olvides de cerrar la puerta con llave.
En cuanto llegaron al pueblo, la madre de Aurora siempre se las había arreglado para evitar a su vecina cuyo ateísmo la molestaba. Pero en el transcurso de los años, como la señora Combes no tocó nunca el tema de la religión, pensó que no representaba un real peligro. No obstante, se preguntaba porque la anciana, educada por los sacerdotes, se había alejada de aquel ambiente religioso.
- ¿ Y qué ? ¿ Está bueno ?
- Delicioso.
- Puedes tomar otro trozo.
- Gracias.
- ¿ Qué buenas cosas hiciste hoy ?
- Nada.
- ¿ No dibujaste? le preguntó recordando haberla visto dibujar en su terraza.
- No, pero ayer, ¡ hice un gran dibujo con muchos colores ! Muy alegre. Se lo enseñé a mi madre y lloró.
- ¿ Qué habías dibujado ? preguntó la anciana.
- Una casa, un sol enorme, pajaritos en el cielo, a Mamá … a mí … y a Papá.
Con su mano derecha, la señora Combes acarició con cariño la mejilla de la niña de mirada triste.
- ¿ Le echas de menos a tu Papá ?
- Sí …
- Estoy segura de que él piensa en ti.
2
La veranda era el lugar que Aurora prefería. Sentada en el sofá, la quietud que reinaba en ella la tranquilizaba.
Llovió durante toda la semana. A Aurora le gustaba mirar el agua correr sobre los cristales como lágrimas. Poco a poco, la lluvia se convertía en brisa. El viento leve apaciguaba a la jovencita, llevaba con él las voces interiores terroríficas.
El domingo era el día que más temía la joven : la misa. Aurora nunca se había sentido a su gusto en aquel lugar tan frío y en compañía de aquellas personas tan hurañas, que venían de otro mundo. Según su madre, para luchar contra los males y los tormentos, debía rezar a menudo. Pero a Aurora no le gustaba arrodillarse y levantarse como lo hacían todos los demás. Parecían robots. Sin embargo, siempre acababa por someterse a las exigencias de su madre que tenía gran influencia en su hija y que había persistido en educarla en esta atmósfera de devoción y de sufrimiento.
María Valdés, profesora en una escuela privada católica, era una mujer de estatura mediana, de andar rápido y decidido. Su rostro pálido, su piel envejecida y sus dos ojos marrones grandes desorbitados, revelaban el comportamiento de una persona siempre al acecho de todo. Siendo una cuarentona, era una mujer que nunca descuidaba de su aparencia. Siempre con un moño, nunca sin maquillaje y vestida de largos trajes de cuello alto, en invierno como en verano.
Aprecían mucho a María en el pueblo, por su bondad y su abnegación en ayudar a los más desprovistos. Muchas veces, acudía a asociaciones benéficas o visitaba a los habitantes para apoyarlos y sobre todo ejercer su influencia. Conocía la vida de cada uno de ellos.
Para María, aquel lugar sagrado era su segunda casa. En cuanto entraba Aurora en la iglesia, todos los rostros se parecían a ángeles. Pero a la salida, se deformaban. La luz que salía de su mirada se apagaba, dejando sitio a las tinieblas. En cada oración, la jovencita estaba a punto de dormirse, sólo el resplandor de la vela conseguía mantenerla levemente despierta.
Después de la misa, María y su hija iban a pasearse por el parque. Aurora volvía a encontrar a una mamá normal que ya no hablaba con los espíritus del más allá. Pero ese día, ese momento agradable duró poco ; el tiempo tempestuoso les obligó a que regresaran más temprano.
En el camino silencioso de la vuelta, el recuerdo de su padre reapareció. Se veía en medio del parque, en la hierba, corriendo y riendo a carcajadas. Con su madre, era diferente, tenía que controlar cualquier emoción. ¿ Desde cuánto tiempo no había visto a su padre ? Ni idea, había perdido sus indicaciones temporales.
- ¿ En qué estás pensando ? le preguntó María.
- En nada Mamá, contestó Aurora, con aire soñador.
- Pareces cansada. Tienes ojeras. Una buena siestecita te sentará muy bien.
Desde hacía varios meses, la chiquilla tenía la sensación de que su vida se estancaba, como si el tiempo se hubiera detenido. No se acordaba de su edad. En el espejo no veía ningún cambio físico. La raya señalada entre sus ojos traducía su estrés permanente.
Después de la cena, se instaló delante de la televisión. Al cabo de media hora, sus párpados le pesaron. Bostezó dos o tres veces, se levantó y se sirvió un gran vaso de leche fría para despertarse. Pero el cansancio empezó a apoderarse de ella. « No tengo que dormirme, se repetía incansablemente en su mente. No tengo que dormirme, si no … ».
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba en su cama. Se arrellanó por un lado y no se atrevió a dar la vuelta. La presencia, detrás de ella, la observaba con tenacidad, al acecho de la más mínima agitación. De repente, creyó oír a alguien respirar. Aterrada, buscó desesperadamente el interruptor y la mano se quedó aprisionada entre las barras de la cama. Por un movimiento brusco de su pierna, chocó algo … Parecía una rodilla, o un muslo. Ahora estaba a su merced. Cuando consiguió calmarse, la luz apareció. Nadie en su habitación. Se volvió a dormir dejando la lámpara encendida como si la luz pudiera hacer huir sus pensamientos más oscuros.